el país
 
domingo, 4 de enero de 2009

 

 

Reportaje:VIOLENCIA DE GÉNERO

Sangre de mujer

Un total de 584 mujeres han muerto desde el año 2000 a pesar de que un ejército de jueces, policías y psicólogos se ha movilizado para defenderlas. La ley contra la violencia machista no logra frenar una marea de historias dramáticas. ¿Qué hay que hacer para que se corte esta sangría?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Estas navidades murieron seis mujeres. A lo largo del año han sido 73, según los cálculos de este periódico; un promedio de una víctima cada cinco días. Puede parecer que 73 mujeres no son muchas. La quiosquera, la conductora de autobús, la compañera de oficina… ¿Cree usted que trata con muchas más de 73 mujeres al día? Si los crímenes machistas de 2008 se hubieran concentrado en una sola población, todas las mujeres con las que hablara hoy podrían estar muertas. Muchas, después de haber compartido el desayuno con su verdugo.

Setenta y tres mujeres tienen 73 asesinos. Y no se trata de alimañas ocultas en oscuras cavernas; son el quiosquero, el conductor de autobús, el compañero de oficina… Hombres que fuera de casa pueden resultar normales, pero que bajo la chaqueta visten uniforme de torturadores. En los casos más dramáticos, cuando no están golpeando, rompiendo, desgarrando, son cariñosos y seductores. Muchos de ellos matarán a su pareja después de haberla acariciado unas horas antes.

"Las soluciones llegarán con nuestros hijos. Mientras, no podemos quedarnos de brazos cruzados", dice una juez

 

 

 

En España funcionan 83 juzgados especializados y 375 que compatibilizan esta función con otras investigaciones penales

 

 

 

"Tenemos casos de maltratadores que son profesores universitarios e incluso abogados", explica una magistrada

 

 

 

Un tercio de las maltratadas ha sufrido ya abusos alguna vez. Otras han sido criadas en la sumisión

 

 

 

Las mujeres ganan cotas de libertad y los hombres más reacios a permitirlo actúan con agresividad

 

 

 

Para proteger a las amenazadas, el Estado ha movilizado a miles de policías y guardias civiles, creado juzgados especializados, equipado a las prisiones con terapeutas, desarrollado decenas de campañas publicitarias para convencer a las mujeres de que denuncien a sus maltratadores, a los maltratadores de que no son bienvenidos. Desde que la Ley Integral contra la Violencia de Género nació en 2005, existen órdenes de protección que permiten dictar rápidas medidas cautelares penales (el alejamiento) y civiles (la atribución de la vivienda familiar a la víctima), protocolos de coordinación entre jueces y policías, teléfonos de asistencia, centros de acogida, pulseras localizadoras de maltratadores… Y aun así, en 2008 hubo 73 víctimas (a día 30 de diciembre), 74 el año anterior, 68 en 2006, 584 desde 2000. ¿Qué se puede hacer para detener este reguero de sangre? ¿Por qué siguen muriendo?

Entre el 25 y el 26 de febrero, en una sangría similar a la vivida en los últimos días, cuatro mujeres fueron asesinadas a manos de sus parejas y ex parejas. No eran vacaciones, el periodo en el que se suele pensar que dan flor los maltratadores, abonados por el ocio y los roces de la convivencia, y regados con alcohol; al contrario, eran elecciones. Los partidos reaccionaron hablando de un "pacto de Estado", el PSOE convirtió la lucha contra el machismo criminal en una prioridad para su segunda legislatura. Se crearon muchas expectativas, nació un Ministerio de Igualdad cuya gran tarea es conseguir que se aplique la ley de violencia de género de forma transversal (en los juzgados, en las escuelas, los trabajos…). Hoy por hoy, ese ministerio declina explicar por qué este año han muerto tantas mujeres como el pasado. Tras tres semanas de gestiones, EL PAÍS no consiguió que respondieran a sus preguntas ni la ministra Bibiana Aído ni el delegado del Gobierno de Violencia de Género, Miguel Lorente; ningún otro técnico se encontraba disponible. El ministerio remite exclusivamente a las declaraciones públicas de Aído.

Una de las cuatro víctimas del 26 de febrero fue Virma Gimeno, de 44 años. Analizar la cadena de errores que permitieron su muerte resulta didáctico. Fallaron los juzgados, los planes de rehabilitación, la orden de alejamiento y, sobre todo, el entorno social. Antonio Urban, el asesino de la que fue su mujer durante 15 años, llevaba semanas arrastrándose por los bares de Cullera (Valencia) gritando que necesitaba un arma para atracar un bar.

El 2 de enero, Urban fue condenado a cuatro meses de cárcel, 16 meses de alejamiento a 200 metros y 16 meses de prohibición de tenencia de armas. Virma le había denunciado después de que la amenazara con un cuchillo. Atrás quedaban cientos de palizas de las que nadie quiso hablar hasta que Urban estuvo en la cárcel. Ese día, los vecinos comenzaron a recordar: una vez le rompió una pierna, otra un brazo, en un bar le pegó un puñetazo en un ojo…

Un juez suspendió el ingreso en prisión a condición de que el maltratador asistiera a un curso de rehabilitación. El problema es que en Valencia no se impartían. Urban se dedicó a merodear la casa de Virma. La Guardia Civil sabía que estaba violando la orden de alejamiento porque llamaban frecuentemente a la mujer para preguntarle si estaba bien; ella respondía que sí pero…

El martes, Virma tomaba un café con sus amigas en un bar cuando Antonio se le acercó. "Sabes que no puedes estar aquí. Vete o llamaré a la Guardia Civil", le advirtió ella. Él respondió descerrajándole un tiro en el pecho. Los testigos le vieron alejarse impertérrito, con el arma humeante.

Los juzgados no fueron efectivos. Ocurre más veces. Por ejemplo, en el de primera instancia e instrucción número 5 de Torrejón de Ardoz (Madrid), un juzgado que parece corriente, con seis funcionarias que se afanan sobre columnas de carpetitas rojas y amarillas poco antes del almuerzo. Su peculiaridad estriba en que, además de las instrucciones normales, tramita casos de violencia sobre la mujer. Es uno de los 375 juzgados compatibles de España.

Por un cúmulo de errores en este tribunal, Sylvina Bassani murió el 10 de abril en Alovera (Guadalajara). La responsable del juzgado, la magistrada Gemma Poveda, alertó de que estaba desbordada; antes que ella, lo había avisado su predecesora. Una investigación de este periódico concluyó que, si las 388 denuncias de Torrejón representaban el umbral a partir del que un juzgado de violencia machista está colapsado, en España había en noviembre 59.

No sólo falló la acumulación de casos. Los funcionarios eran suplentes e inexpertos; la psicóloga judicial tenía un récord de quejas y afirmó que Sylvina no sufría malos tratos; el juez creyó que, después de varios incumplimientos de la orden de alejamiento, no hacía falta escuchar la declaración de Sylvina ni pedir un informe psiquiátrico del ex marido, Javier Lacasa, un militar con antecedentes de intento de suicidio.

Frente a los compatibles, como un grado más en la evolución, se presentan los juzgados exclusivos. Son 83. Tienen un fiscal especializado y un equipo integral de valoración de riesgos compuesto por trabajadores sociales, médicos y psicólogos que estudian a la víctima, al agresor y a su entorno. Uno de estos juzgados es el feudo de Sonia Chirinos. En su sede de Madrid, los muebles están flamantes, las cajas de libros por el suelo y los informáticos pululan colgando cables.

Chirinos no admite una crítica a la ley. "Es un muy buen instrumento, pero la raíz del problema es otro: las soluciones empezarán a llegar con nuestros hijos, a los que hay que dar una educación diferente de la nuestra, no machista. Mientras, no podemos quedarnos de brazos cruzados y hay que solucionar los casos que se van produciendo". Ésa es la opinión aplastantemente mayoritaria entre los entrevistados para este reportaje: el problema está en la educación; los juzgados son un corolario. Chirinos abunda en la opinión de que las mujeres se sienten con los nuevos instrumentos jurídicos más cómodas para denunciar. "Antes, una agresión machista era una simple falta; ahora es delito, y eso da garantías".

Los procesos son muy exigentes por la inmediatez que exigen. "Las cosas salen adelante gracias a un plus de trabajo", explica Chirinos. Lo confirma la cara de agotamiento con que la fiscal abandona la sala a las cuatro de la tarde después de siete juicios. Casi 70.000 denuncias se presentaron en el primer semestre del año. Se solicitaron 20.607 órdenes de protección, de las que se concedieron más del 70%. El volumen de trabajo duplica al del segundo semestre de 2005, cuando empezó a funcionar la nueva ley. Los empleados de los juzgados celebran que a partir de enero se incluyan guardias.

En uno de los primeros juicios de la mañana queda claro que la ley ha tenido calado popular. "Yo nunca le pegaría a mi mujer, señoría. Sé cómo está la ley", se defiende el acusado. "No examinamos sus conocimientos jurídicos. Queremos saber qué pasó esa noche", es la respuesta. A la juez le preocupa que algunos hombres crean que han caído en un aquelarre. El acusado está frente a cinco mujeres (entre fiscal, abogada, secretarias y juez). Chirinos insiste en que éste no es un asunto femenino: en Madrid, cinco de los diez juzgados especializados están dirigidos por hombres. Aun así, en los cinco juicios siguientes, ninguno de los abogados que defienden a presuntos maltratadores es una mujer. En la sala, los roles continúan repartiéndose. Los hombres se sienten en gran medida ajenos al problema.

Es lo que opina Antonio García, miembro de la coordinadora de la Asociación de Hombres por la Igualdad de Género: "Somos el grupo social del que sale la violencia machista. El problema es, esencialmente, masculino. Hasta ahora, muchos hombres han considerado que era suficiente con no ser ellos maltratadores para situarse al margen del problema. Pero no: es necesario cambiar los mandatos del machismo".

La falta de preparación y sensibilidad de muchos letrados y jueces es una reclamación de los comprometidos con la ley. En uno de los juicios de la mañana, un abogado aconseja a su defendido que asuma su culpabilidad y acate una orden de alejamiento: ése es el acuerdo al que ha llegado con la fiscalía a cambio de que su cliente evite la cárcel. Lo que a éste nadie le ha explicado es que se queda sin domicilio. Cuando se entera, con la sentencia ya firmada, pregunta con estupor: "¿Y dónde vivo yo ahora? ¿Y quién cuidará de mi hijo durante la noche mientras mi mujer trabaja?". La sala se llena de desaprobación. "Le ha liado para quitarse el caso de encima", protesta una secretaria. "Esta pareja no sabe a qué se han comprometido. Él acabará violando la orden de alejamiento e irá a la cárcel, si antes no hace una barbaridad", se queja impotente otra de las presentes en la sala.

El problema se agrava porque son inmigrantes. La mujer está sola, no tiene con quién dejar al niño. Su red social es su marido. En esta ocasión, tiene un trabajo y se ha atrevido a denunciar, pero no es lo habitual. La vulnerabilidad de las mujeres aumenta cuando no tienen papeles: entonces no se atreven a pedir ayuda. Las inmigrantes mueren más -son el 10% de la población, pero el 45% de las muertas- no exclusivamente por una razón de valores culturales; el principal problema es que están aisladas. La elevada tasa de violencia en el colectivo es para Inmaculada Montalbán, vocal del Consejo General del Poder Judicial y presidenta del Observatorio contra la Violencia de Género, una de las razones que explican que no baje la tasa de muertes: "Entre los españoles se ha producido un leve descenso fruto de la política de sensibilización, que por el momento no llega tan bien a los extranjeros". Continuamente se habla de la necesidad de activar programas específicos de asesoramiento y sensibilización a mujeres y hombres inmigrantes, pero eso, como tantas cosas por el momento, son sólo ideas.

La letra de la ley recibe pocas críticas, pero recaen muchísimas sobre la escasez de recursos con la que se quiere sacar adelante sus ambiciosos postulados. No sólo en los juzgados se sienten desbordados. Las protestas de sindicatos policiales son constantes porque el aumento de denuncias no ha traído aparejado el de efectivos. El Ministerio de Interior afirma que 1.848 policías y guardias civiles están especializados en la lucha contra la violencia machista, pero que todos los agentes de Seguridad Ciudadana combaten el problema. Alfredo Perdiguero, portavoz del sindicato Unión Federal de Policía, es muy crítico con las dotaciones de las nuevas Unidades de Prevención, Asistencia y Protección contra los Malos Tratos a la Mujer (UPAP). En cada comisaría española hay por ley dos funcionarios de las UPAP, que dan un teléfono a las maltratadas por si se aproxima el agresor y se ocupan de controlar a éstos al mismo tiempo. "En Madrid, entre 20 y 50 mujeres dependen de un solo policía. ¡A ver cómo las controla si le llaman dos a la vez! Si no estás de guardia, llegas y ya la han matado cien veces. Tienes que hacer de guardaespaldas, de psicólogo, y no estamos formados para eso… Es una responsabilidad terrible", se queja Perdiguero.

Los fallos en la vigilancia han provocado auténticas carnicerías. Maximino Couto, el hombre que mató a su pareja en Pontecaldelas (Pontevedra) hace un mes, mientras estaba de permiso penitenciario, debía estar monitorizado por un brazalete telemático de localización. El funcionario encargado de vigilar la pantalla se despistó y Couto asesinó a su novia, Rosario Peso; intentó matar a su ex mujer, e hirió a dos vecinos y a un policía. Instituciones Penitenciarias argumenta que es el único fallo registrado en los 150 reos que usaron el sistema desde 2006. Pero todos los sindicatos coinciden en que de poco valdrá el anuncio del delegado del Gobierno de Violencia de Género de que contratará por cinco millones de euros un nuevo modelo de brazalete multialarma si no hay funcionarios para controlarlos.

Teniendo en cuenta que las denuncias van en aumento, los juristas insisten en la necesidad de que se afinen los medios para valorar qué mujeres son las que corren más riesgo. No puede haber 120.000 mujeres más con un escolta cada año. Isabel Iborra, coordinadora científica del Centro Reina Sofía para el estudio de la violencia, considera que la solución pasa por evitar los riesgos mejorando las dotaciones de los equipos de evaluación y centrando el trabajo en ciertos indicadores, como las amenazas de asesinato o de suicidio, los perfiles psicológicos y los antecedentes penales. ¿Por qué no se trabaja más en esta vía?: falta de recursos.

Una de las ausencias de inversión más sangrantes se produce en los programas de rehabilitación, coordinados por Instituciones Penitenciarias. El Observatorio de Violencia se queja de que no están implantados por todo el territorio (están presentes en 52 centros, y se espera la inauguración de 10 más) y no son homogéneos en todas las comunidades. También recela de la formación de los 146 terapeutas (aparte de los catalanes, con más experiencia y medios).

Muchas asociaciones feministas se preguntan por qué, si el que pega a su vecino no va a rehabilitación, lo hace el que golpea a una mujer. Enrique Echeburua, catedrático en Psicología Clínica y pionero del estudio de la violencia machista en España, considera que las primeras interesadas en que esto sea así son las mujeres. Él llegó a la rehabilitación de maltratadores hace 15 años a partir del trabajo con maltratadas. "Esos hombres tendrán más relaciones aunque vayan a la cárcel, y alguien violento es una bomba". En todo caso, los programas no llevan aparejados beneficios penitenciarios.

Dos terapeutas controlan a grupos de 10 reclusos. La terapia consta de reuniones de dos horas semanales durante un año, aparte de la tarea para hacer en casa o la celda. La autoexploración sentimental es parte fundamental del tratamiento de hombres que no saben contener su ira. Para aprender a reaccionar, apuntan en un bloc qué han sentido y cómo han reaccionado a determinados acontecimientos.

Para un déspota, cualquier tos es una provocación. Buena parte de los incidentes nacen de la incapacidad de los maltratadores para entender que el mundo no está en guerra contra ellos. A Rita Cassia Santos su novio le pegaba "porque era guapa". El 29 de enero de 2007 la mató de un disparo en Soria. Una de las prioridades de los terapeutas es hacer comprender a los agresores que si, cuando llegan del bar, la sopa está fría, no es porque su mujer haya estado flirteando con todo el barrio.

Los psicólogos insisten también en transformar los roles. Ángel Gramage, terapeuta de familia y miembro del Colectivo de Lesbianas, Gays, Transexuales y Bisexuales de Madrid, considera que el reparto de papeles activos y pasivos desde la infancia explica que entre homosexuales también exista la violencia doméstica: "Se enseña a vivir en pareja desde la desigualdad. La parte que ha sido educada para luchar (el papel masculino) recluye a la preparada para amar y cuidar (el femenino), cortándole la autonomía. Es el prejuicio de la dominación".

Según Enrique Echeburua, el maltrato nace no sólo de una mala educación sobre el papel de la mujer, también del uso de la violencia para resolver conflictos. "Si los niños ven en casa que ejerciendo la violencia te sales con la tuya, seguirán ese camino".

Los terapeutas de Instituciones Penitenciarias calculan que un tercio de los participantes en los programas quedan rehabilitados casi por completo y la mitad parcialmente. Echeburua es más pesimista: sus estudios muestran que sólo un 60% no se desvincula de los programas; de los que siguen, el 67% no reincide pasado un año. "No es para tirar cohetes, pero es necesario", concluye.

Frente a la reinserción, se plantea un debate ético: ¿cómo acoger a un hombre que maltrata a su mujer? Joan Carles Navarro, director del centro penitenciario Brians 1 (Cataluña), sabe que "tiene mejor pronóstico la persona que es bien acogida, pero eso es muy complicado". Jesús Herrero, psicólogo de un programa de rehabilitación en cárceles del País Vasco, está de acuerdo: "El rechazo social tiene que ser patente, pero individualmente hay que tender puentes para recuperar al maltratador y salvar vidas".

Una vez terminados los cursos, lo ideal es pasar a un tratamiento ambulatorio en el exterior, pero el seguimiento no es siempre ideal. Depende de asociaciones y ONG con convenios con las comunidades. Una red insuficiente, "sobre todo porque la dinámica social va en nuestra contra", explica Herrero. "Hoy he ido a un centro comercial y he hecho fotos de la sección de juguetes para llevarla a la terapia. Los de niña estaban en estantes rosas y eran todo cocinitas; estos hombres con distorsiones de la percepción y roles muy marcados ven cosas así y refuerzan su comportamiento".

Ante esta reflexión, la siguiente pregunta es obvia: ¿por qué el resto de hombres que han jugado con soldados de plástico no son maltratadores? "Si se deja que todo dependa de la gestión de la violencia de cada individuo, siempre habrá quien no sea capaz de resolver problemas. Sin más implicación colectiva para eliminar riesgos del entorno, la violencia no va a descender", dice Herrero.

Analizando las causas de fracaso, los terapeutas vuelven a referirse a un problema fundamental: la dificultad para llegar a los inmigrantes. Jesús Herrero lo explica: "Esos hombres no se sienten inadaptados porque en su entorno no es tan repudiable pegar. La familia tampoco lo ve mal, y hasta hay mujeres que nos llaman preocupadas porque sus maridos ya no les pegan y creen que ya no les quieren… Nadie en el entorno lo ve chocante, y así no se rehabilitan".

Conocer al que mata mujeres parece imprescindible. El problema es que, más allá de los clichés, no hay un prototipo de maltratador. El cruce de perfiles psicológicos y un estudio de casos del Consejo General del Poder Judicial muestra un tipo que ni está loco, ni es drogadicto ni alcohólico, sino un español de entre 25 y 40 años con un trabajo poco cualificado que actúa en pleno uso de sus facultades mentales. Pasearse por un juzgado de violencia parece corroborar la extracción social de los maltratadores, pero la juez Chirinos avisa contra las opiniones precipitadas: "Hoy no, pero otros días hemos juzgado a profesores universitarios e incluso a abogados". Ninguna clase social está a salvo de la ira.

La idea de la predeterminación psicológica del agresor tiene mucho de bálsamo tranquilizador, "pero también es cierto que la mayoría de los que llegan a los delitos más graves (homicidio, lesiones) reúnen una serie de características", explica Isabel Iborra, del Centro Reina Sofía. Son las distorsiones de la realidad, la falta de empatía… ¿Y existe un perfil psicológico de maltratada? "La responsabilidad hay que ponerla exclusivamente en el maltratador", ataja Iborra. Sin embargo, resulta innegable que hay mujeres que huyen de la vera de su verdugo antes que otras. "Es cierto que algunas personas han vivido situaciones anormales que les hacen pensar que otras son corrientes. Un tercio de las maltratadas habían sufrido ya maltratos alguna vez. Otras han sido educadas en la sumisión, y siempre hay gente más vulnerable; pero lo principal es que los agresores trabajan machacándolas psicológicamente para que acepten los abusos". Echeburua confirma que hay mujeres que sufren a veces alteraciones cognitivas. Incluso chicas muy jóvenes aceptan el control masculino como una demostración de cariño, como un corolario a la pasión.

Manoli ilustra bien esta posición. Hace unas semanas llegó a casa después de una cena de trabajo y su marido la recibió a puñetazos. Estaba loco de celos. "Te había advertido de que no fueras", le gritaba fuera de sí. La mujer llamó a la policía, pero en el último momento decidió no poner denuncia; los agentes tampoco, porque consideraron que el suceso fue una simple pelea.

Similar, no en las formas pero sí en el contenido, es lo que pasó con Asunción. Una noche, después de una tremenda discusión con su pareja, se derrumbó y le confesó a los amigos del hombre con el que iba a casarse que su querido compañero de copas estaba destruyéndole la vida. Desde que vivían juntos, el hombre que la había enamorado -juerguista, guapo, inteligente- la había convencido para que dejara de trabajar, no le permitía salir y ya habían tenido algún episodio violento. Sentada en la playa de Almería, Asunción se desahogó. Los amigos intentaron mediar con el novio -todo les casaba ahora: la vida sentimental de éste era una sucesión de princesas secuestradas- y él les dio con la puerta en las narices. "Asuntos privados", les dijo. Asunción no quiso volver a hablar del asunto. La pareja se casó y los amigos confidentes no fueron invitados a la boda.

Manoli y Asunción representan a las miles de mujeres que no quieren hablar. Ni siquiera han querido participar en este reportaje con sus verdaderos nombres; su historia se ha reconstruido con voces de familiares y amigos preocupados. Manoli no había sufrido antes malos tratos, es emprendedora y decidida, nadie se esperaba que, cegada por los encantos de su novio, también atento y elegante, pudiera aceptar un trato así. El caso de Asunción es distinto; su anterior relación siguió un patrón similar: el hombre empuñó el látigo y ella aceptó los golpes esperando que algo cambiara. Asunción no era tan fuerte como las otras chicas que habían pasado por la vida del hipnótico juerguista con el que se acaba de casar: ellas consiguieron escapar; Asunción ya es madre del primer hijo de su maltratador.

Casos como estos dan idea de la profundidad de las raíces de la dominación psicológica y cultural. "Está costando más de lo que nos podíamos imaginar", admite la magistrada Monserrat Comas, antigua presidenta del Observatorio contra la Violencia de Género. "Jamás pensé que en democracia nos costaría tanto. Provenimos de décadas de discriminación", añade.

Las mujeres van ganando poco a poco cotas de libertad, y los hombres más refractarios a permitirlo actúan con agresividad. La sucesora de Comas, Inmaculada Montalbán, coincide en el análisis de que el crimen es el resultado de los intentos de la mujer por deshacerse de las cadenas del hábito de dominación. "Estas muertes revelan que hay hombres que no admiten el uso que hace la mujer de su autonomía. La violencia es una respuesta al intento de liberación. Por eso es en los momentos en los que se anuncia la separación cuando aumenta el riesgo de agresión". En los días en que las mujeres no protestaban, no hacía falta matarlas.

Maximino Couto o Antonio Urban aniquilaron a sus víctimas no en un arranque de ira, sino como un ajusticiamiento. Sus asesinatos estaban planeados. Se hicieron con el arma del crimen, esperaron a que la víctima no pudiera escapar, a que bajase la guardia. Sabían que sacrificaban su libertad, sus apoyos sociales, incluso el amor de su vida, pero la frialdad con la que cometieron el asesinato hace pensar que era una cuestión de principios, los suyos. Con su aborrecible crimen dejaban escrito un manifiesto y la defensa de un proyecto social: la supremacía masculina, el sometimiento de las mujeres levantiscas.

Isabel Iborra opina que esta línea de análisis, la más común entre los grupos feministas, entraña el riesgo de convertir al asesino en mártir; y tampoco se puede caer en idealizaciones: al lado del 20% de maltratadores que se suicidaron este año porque no soportan la condena social o el dolor, y del 20% que se entregaron con culpa u orgullo, más de un 50% escaparon como conejos. Para esta especialista es fundamental no regalar justificaciones al asesino.

Iborra desarrolla la idea: el crimen pasional es un concepto romántico para explicar un acto horrendo; el crimen por compasión (ancianos que matan a su pareja por no poder cuidarla y luego se suicidan), una nueva versión de impotencia y sentido de la propiedad. "Siempre hay un hecho precipitador, o una simple excusa: una pelea, el miedo a que te abandonen, a no responder a las expectativas, pero el problema es que estos individuos no saben resolver los conflictos", concluye. El crimen es el último eslabón, otra cosa es que los vecinos no sintieran que los tabiques palpitaban mientras en su interior se gestaba el drama.

El ciclo sólo lo puede romper la mujer. Y las que están en una situación más dramática únicamente lo harán con ayuda. Pero hay pocas que piden auxilio. El porcentaje de fallecidas en 2008 que habían denunciado a su pareja o ex pareja fue tan sólo del 23%, menor que en 2006. Cuando no hay denuncia, ni siquiera empiezan a funcionar los mecanismos de protección del Estado. Y el Estado no ha conseguido crear y extender la impresión de que la mujer que se acerca a denunciar está a salvo de todo mal. Casos como el de Maximino Couto, en el que la protección policial, las pulseras localizadoras, los jueces y los terapeutas no salvaron la vida de Rosario Peso, son una flaca ayuda en esta lucha.

La carencia de un asesoramiento legal más completo a las mujeres que quieran acudir a los juzgados está en relación con la ausencia de denuncias y con la cantidad de víctimas que se niegan a declarar una vez llegado el juicio. En virtud del artículo 416 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, existe la posibilidad de no declarar contra la propia pareja. En círculos jurídicos existe un debate sobre la posibilidad de suspender esta dispensa en los casos de malos tratos. Desde el punto de vista de las víctimas, la dificultad psicológica de la situación hace muy difícil intervenir. ¿Hasta qué punto puede hacerse caso a una maltratada cuando es evidente que ésta está bajo presiones? ¿Es consciente del riesgo que corre? No es fácil imaginar que la misma persona con la que se ha convivido, con la que se tienen hijos, vaya a ser capaz de matar.

En el juzgado de Sonia Chirinos se puede comprender la relevancia de este problema cuando una marroquí a la que su marido colocó un cuchillo en la garganta rechaza declarar contra él. "Mi hijo me odia desde que su padre está en la cárcel. No puedo hacerlo", se justifica. En este caso hay una testigo que permite seguir adelante con el proceso, pero cuando no se da esa suerte, los juicios se hunden en el sobreseimiento. Monserrat Comas considera que hay que eliminar esa dispensa. "Hay que dar todo el asesoramiento y ayuda antes de la denuncia; las mujeres tienen que saber que se las apoyará para encontrar trabajo y acogida. Y luego, después de todo eso, hay que ser coherente". El problema es el de siempre: un asesoramiento jurídico más completo requiere personal y medios.

A pesar de los continuos reveses de confianza, nadie niega que la llave del problema está en la sensibilización. En la última encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas, el 2,5% de los ciudadanos considera la violencia contra la mujer el principal problema del país; en 2004, esta proporción era del 6,4% tras el gran debate social por la ley, y, en consecuencia, la cantidad de crímenes descendió. La tendencia actual preocupa. ¿Dónde están todas esas llamadas a convertir la educación en el arma más efectiva contra los maltratadores? Abundan las indecisiones en la política de divulgación, los mensajes no llegan claros. Desde el Ministerio de Igualdad, se anima a discutir sobre el asunto, pero también avisa a menudo del efecto rebote: no está claro si la información periodística alienta nuevos crímenes. Es materia de discusión si los agresores copian procedimientos o se inspiran en la acción de otros asesinos por los que sienten solidaridad. La acumulación de casos durante estas navidades alimenta esa teoría. ¿Este reportaje está animando a alguien a matar a su pareja? La respuesta parece la de siempre: el detonante puede estar en cualquier parte. El problema es que el deterioro de la situación ha llegado a ese punto.

Aunque las llamadas a atajar el problema desde la educación son constantes, por el momento no ha habido grandes intervenciones. Inmaculada Montalbán cree que existen ya algunos mecanismos útiles para convertir la escuela en el motor del cambio, pero no se ha permitido que se desarrollen apropiadamente por cuestiones políticas, como es el caso de la Educación para la Ciudadanía. Monserrat Comas es menos optimista: "No conozco ninguna evaluación seria de las medidas educativas para la igualdad", se lamenta. Una investigación publicada el pasado 17 de noviembre por la Facultad de Sociología de la Universidad del País Vasco demostraba que los jóvenes de entre 15 y 20 años conciben el maltrato como una acción que admite diferentes niveles de intensidad y, por tanto, de tolerancia. En ese contexto, sorprende menos que siete de los asesinatos del año 2008 fueran cometidos por hombres menores de 31 años, teóricamente más concienciados.

La permanencia del problema obliga a plantearse si existe una cifra estructural de asesinatos machistas de la que es imposible bajar. La siguiente pregunta es si, de existir ésta, España se está aproximando. ¿Setenta y tres mujeres es lo mejor a lo que se puede aspirar?

Para responder a la primera cuestión, se puede revisar el Segundo informe internacional de violencia contra la mujer del Centro Reina Sofía. El trabajo, con datos de 2003, sitúa a España porcentualmente a la cola de los países europeos en número de asesinadas por violencia de género, por debajo de países de la primera división social, como Reino Unido, Dinamarca, Finlandia o Suiza.

El problema es que los datos no son en absoluto completos. Sólo 23 países registran y hacen públicas informaciones sobre muertes de mujeres a manos de su pareja o ex pareja. Estados Unidos, Francia, Italia, Irlanda y Grecia no participan en el estudio porque no miden estos asesinatos como una tipología delictiva específica, sino como simples homicidios. El caso de España es particular: se viven como un problema cultural, en buena parte como resultado de una muerte traumática, la de Ana Orantes, una granadina a la que en 1997, tras haber denunciado por televisión a su marido, éste ató a un radiador y quemó viva con gasolina.

La preocupación por el tema, que ha llevado a computar los casos de violencia machista como la primera causa de muerte dolosa violenta, ha convertido a España en una referencia judicial en el mundo. Se ha sacado el problema del ámbito privado y trasladado al público como problema de derechos humanos. Las autoridades no se cansan de repetirlo. El lado oscuro de esa actitud es que ha creado una sensación de depresión y culpa generalizada. "Quizá las expectativas que se dieron en un primer momento fueron irreales; se pudo crear la impresión de que los frutos serían inmediatos. La ley es un buen instrumento, pero se necesita voluntad política para extenderla a otros ámbitos además del judicial, y tres años y medio después no se han desplegado esos medios", explica Comas.

Tal como lo explica Echeburua, la violencia es una constante en la historia. "Por supuesto que hay factores sobre los que podemos y debemos incidir, pero al final las posibilidades de pasar del amor al odio son ilimitadas e incontrolables". La sociedad tendrá que asumir que seguirán muriendo mujeres, pero no desde la resignación. El número de asesinatos probablemente nunca llegará a cero, pero el primer objetivo es llegar a la tolerancia cero para que los maltratadores sepan que no se les va a aplaudir, que su crimen no quedará impune.

Y luego están las biografías trágicas. Joan Navarro considera que existe un problema de valores sociales, pero cree que a medio camino entre los gravámenes culturales y las dificultades individuales para gestionar la ira, discurren los miles de casos de maltratados en su infancia que serán siempre una fuente de conflictos. Gente que ha aprendido a razonar a golpes y para la que no es fácil cambiar.

Invertir la dirección en la que han girado los engranajes de la historia es complicado. Arrostrar la capacidad humana de ser infeliz y de hacer infelices a los otros es extenuante. Las dificultades a las que se enfrenta la sociedad para conseguir que mujeres como Rosana, Virma y Sylvina dejen de sufrir y morir son colosales. Eso no es, sin embargo, una razón que pueda explicar por qué víctimas que debían tener protección del Estado son acuchilladas en sus casas; tampoco una excusa para que nadie haga oídos sordos cuando escucha golpes y gritos en el apartamento de al lado. Setenta y tres mujeres asesinadas son muchas. –

http://elpais.com/diario/2009/01/04/domingo/1231044753_850215.html